Dice la sabiduría popular que para decidir si un restaurante es realmente bueno hay que pedir un plato muy simple. Que las cosas sencillas son las más deliciosas y que el verdadero lujo se encuentra en ellas.
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Ocurre con la comida pero también en cualquier otro ámbito: lo complejo y artificioso no parece dar el mismo placer que lo humilde pero esencial. Engalanado no significa bello. Difícil no es sinónimo de profundo.
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En un mundo que se presenta a menudo enmarañado e ininteligible, optar por la sencillez es una forma de recuperar la medida humana perdida en el torbellino de los estímulos y la actividad.
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Puede constituir un modo de vida o tan solo un recurso ocasional para reconciliarse de vez en cuando con lo básico y primario, para apreciarlo y no olvidar su importancia. Algunas personas alcanzan esa intimidad especial -consigo mismas y con la vida que late discreta a su alrededor- cuidando una planta, jugando con un niño, mirando al cielo estrellado o preparando un regalo artesanal que alguien disfrutará como único.
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MENOS ES MAS
Se trata de cosas que no requieren apenas esfuerzo; al contrario, que de manera muy fácil permiten acceder a un estado de liberación y ligereza. Consiguen que, por un rato, se disuelvan las elucubraciones y cavilaciones, que se esfume todo lo que enturbia y electriza la mente, y que se pueda acceder a un contacto más directo con el entorno.
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Incluso si esos momentos duran poco, modifican de algún modo el resto de la jornada. Enseñan a relajarse y a "crear" tiempo, señalan otro camino que el de la acción compulsiva: el de permanecer en el centro, presentes. No hay que justificar nada, no pedirle un rendimiento, se trata de limitarse a escuchar lo que la vida susurra al oído. Los grandes secretos se presentan así, desnudos, sin ceremonias.
Todos los días están llenos de invitaciones a detenerse en algo valioso y digno de respeto. Solo hay que estar atento y dejarse inspirar por su fuerza elemental. Al fin y al cabo, puede que todo sea más fácil de lo que creemos.
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